lunes, 23 de agosto de 2010

Quid pro quo. (A vueltas con el fetichismo)


El fetiche ciertamente es tanto un símbolo cuanto un síntoma neurótico, algo que favorece el despliegue de la perversión. Ya se trate de una parte del cuerpo o de un objeto inorgánico, el fetiche es, simultáneamente, la presencia de aquella nada que es el pene materno y signo de su ausencia: símbolo de algo y de su negación, proceso mental que puede mantenerse sólo al precio de una laceración esencial, produciéndose una fractura del Yo. El fetichismo implica tanto el gusto por no-acabado cuanto el proceso de la sustitución metonímica, que, por otro lado, es característico del arte del index. “En cuanto presencia –advierte Giorgio Agamben-, el objeto-fetiche es en efecto algo concreto y hasta tangible; pero en cuanto presencia de una ausencia, es al mismo tiempo inmaterial e intangible, porque remite continuamente más allá de sí mismo hacia algo que no puede nunca poseerse realmente”. El fetiche es, en muchos sentidos, la revelación de una carencia, detrás de él está el horror de lo informe: la libido viscosa del freudiano análisis interminable o la “gelatina del trabajo humano indiferenciado” de la que hablaba Marx. En el fetichismo se introduce el enigma o bien un proceso de perversión: no hay una metáfora que sea sustitución de una palabra original. Estamos en la demora, en el aplazamiento absoluto. “A primera vista, diríamos –escriben Lacan y Granoff- que él ya no sabe lo que hace. Estamos ahora en una dimensión donde el sentido parece haberse perdido”. El fetichismo habría nacido, según el psicoanálisis, en la línea divisoria entre la angustia y la culpabilidad, es la oscilación crítica que niega y afirma la castración. La conciencia de la falta que lleva al fetichista a preocuparse no tanto por la posesión del objeto cuanto por la organización ritual a instalar alrededor de él. Freud advirtió que se conserva como fetiche, “la última impresión percibida antes de la que tuvo carácter siniestro o traumático”.

Es manifiesto el interés del arte contemporáneo por el fetichismo incluso en la clave de su “deconstrucción”. El equipo curatorial El Espectro Rojo reivindica la dimensión crítica del fetiche al mismo tiempo que realiza una arqueología de la cuestión re-inscribiendo el momento primitivista, subrayando la dimensión neocolonial y, por supuesto, poniendo en primer término la operación materialista del arte. Incluyen en la exposición sobre los residuos de la economía general dos obras de Karmelo Bermejo que pueden clarificar qué se esta queriendo decir: una se titula 3000 euros de dinero público utilizados para comprar libros de Bakunin para quemarlos en una plaza (2009) y está formado por toda la documentación necesaria (los tickets emitidos en la venta de los textos, la fotografía de la gran hoguera y también de las cenizas) y, obviamente, por las reliquias (las cenizas dispuestas en una vitrina), la otra obra, de idéntico literalismo, es Componente interno de la aspiradora del director de un Centro de Arte reemplazado por una réplica de oro macizo con los fondos del centro que dirige (2010) donde el electrodoméstico funciona como un típico redy-made (en un guiño filial a Jeff Koons) en el que la operación practicada tendría toda la visibilidad burocrática (el intercambio de mails entre el artista y el gestor del espacio expositivo estableciendo las condiciones del “contrato”) mientras que la pieza “sustituida” alquímicamente permanecería invisible para siempre. Resulta difícil aceptar que estas intervenciones tengan carácter crítico salvo que estemos abducidos por las estrategias cínicas que plagian, con una desvergüenza total, la forma de proceder de Santiago Sierra. Lo que está haciendo ese artista es documentar el gasto o, en otros términos, una vez que se convierte a Bataille en santo patrón, se perpetra una especie de fetichización del potlatch; lo que vemos es el resto de la combustión bajo la perspectiva de la mistificación o del misterio, por emplear términos de Marx, de la mercancía.

Otra de las obras presentadas en Fetiches críticos es la serie fotográfica Untitled (2004), realizada a través de la galería Friedrich Petztzel de Nueva York, por Andrea Fraser. Se trata, según la nota de prensa editada, de “la continuación de los veinte años que Fraser lleva examinando las relaciones entre los artistas y sus mecenas”. Lo que vemos es el encuentro de esta artista con un coleccionista suficientemente joven que parece disfrutar con los besos caricias y desnudez de su pareja provisional. La obra plantearía, según afirma la galería de común acuerdo con Fraser, “cuestiones relativas a los términos éticos y consensuales de las relaciones interpersonales, así como a los términos contractuales del intercambio económico”. Como suele ser habitual, la carga interpretativa está depositada en el otro o pospuesta hasta que un crítico o curador, afectado o no por la paranoia, encuentre un número considerable de citas y pueda trenzar filiaciones y trayectos que, antes que nada, insistan en la “intensidad” de la cosa. Eso no apartará la impresión inmediata de que esta acción es más interesada que fetichista, carente incluso de la obscenidad que tendría que imponer. Para la mirada saturada de reality-show este acto sexual forma parte de lo ya visto; más pretencioso que deconstructor, ingenuo en la transmisión de la impotencia reflexiva, los documentos dan cuenta de la situación de una sujeto glacial, que habita, en términos de Mario Perniola, un espacio hiperestimulado. Sin duda, Andrea Fraser no carece de discurso ni de capacidad (esa es una de sus marcas de estilo) para pronunciar conferencias en los rituales artísticos, tampoco elude las preguntas cruciales como la de qué es lo que hace que una obra sea política; una de las respuestas posibles, según advierte esta creadora, es que todo arte es político, si bien surge el problema de que la mayor parte es netamente reaccionario, esto es, afirma pasivamente las relaciones de poder en las cuales se ha producido: “Yo definiría el arte político como un arte que conscientemente se propone intervenir (y no simplemente reflexionar acerca de) las relaciones de poder, y esto necesariamente implica las relaciones de poder en las cuales existe. Y hay otra condición: esta intervención debe ser el principio organizador de la obra en todos sus aspectos, no sólo en su forma y en su contenido, sino también su modo de producción y circulación”. Si aplicamos esta definición a la performance-encuentro-sexual que la propia Fraser realizó, resulta bastante problemático el concepto de “intervención” que formula. Podemos derivar, a partir de lo visto y de su obviedad, hacia la insistencia lacaniana insistencia en que no hay relación sexual o girar de forma obsesiva en torno a la diferencia (negada) en el fetichismo, proyectada en la inconsciente deseante de la compulsión que lleva a coleccionar, pero eso no ocultaría que estamos “simplemente reflexionando”.

“La voluntad –apunta Jacques Ranciere- de repolitizar el arte se manifiesta así en estrategias y prácticas muy diversas. Esta diversidad no traduce solamente la variedad de los medios escogidos para alcanzar el mismo fin. Es la prueba, además de una incertidumbre más fundamental sobre el fin perseguido y sobre la configuración misma del terreno, sobre lo que es política y sobre lo que hace el arte. Sin embargo, estas prácticas divergentes tienen un punto en común: dan generalmente por sentado cierto modelo de eficacia: se supone que el arte es político porque muestra los estigmas de la dominación, o bien porque pone en ridículo los iconos reinantes, o incluso porque sale de los lugares que le son propios para transformarse en práctica social, etc. Al final de todo un siglo de supuesta crítica de la tradición mimética, es preciso constatar que esa tradición continúa siendo dominante hasta para las formas que se pretenden artística y políticamente subversivas. Se supone que el arte nos mueve a la indignación al mostrarnos cosas indignantes, que nos moviliza por el hecho de moverse fuera del taller o del museo y que nos transforma en opositores al sistema dominante cuando se niega a sí mismo como elemento de ese sistema. Sigue considerándose como evidente el paso de la causa al efecto, de la intención al resultado, salvo si se supone que el artista es incompetente o que el destinatario es incorregible”. Incluso los más entusiastas han llegado a sospechar que lo subversivo está desactivado.

En una mundo que, como le gusta recordar a Zizek, han manipulado genéticamente las alubias para que no generen ventosidades, es casi “razonable” que los artistas, como herederos de los niños destrozones, decidan realizar sus así llamados actos subversivos con el beneplácito y la subvención de las instituciones públicas o pensando, sin ningún sentimiento de culpabilidad, en la rápida comercialización de sus ocurrencias. Torres Campalans, aquel personaje inventado por Max Aub, pensaba en retratar algún día la esencia del arte por medio de una pintura de 65 metros que solamente contendría su firma. Aunque también sueña con “una pintura de acción directa, una serie de atentados que informen a la humanidad de que existimos, que queremos un mundo más justo”. La realidad exagera, en forma de farsa, la ficción y así las firmas han ocupado todo y el terrorismo estético ya ni siquiera necesita de zonas temporalmente autónomas cuando dispone del Bienalismo para propagar el (neo)fetichismo, sin sacrificio ni misterio. Las mercancías artísticas hablan e incluso se entregan a la verborrea, en una especie de “disolución filosófica” que no es otra cosa que una expansión amorfa de lo estético; lo que dicen no revela, como sucede al final del capítulo del fetichismo de la mercancía de El Capital, las relaciones sociales de dominación, ni comprendemos que estamos ante “un objeto endemoniado”, antes al contrario la forma fantasmagórica está fosilizada, entregada a la cómoda instalación en la vitrina, en un quid pro quo que hizo que lo esencial fuera el dispositivo, una vez más, de mistificación.

FERNANDO CASTRO FLOREZ

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