jueves, 18 de diciembre de 2014

martes, 11 de marzo de 2014

miércoles, 5 de junio de 2013

PLATÓN, LA REPÚBLICA


Porque piensas que los pastores y los vaqueros atienden al bien de las ovejas y de las vacas y las ceban y cuidan mirando a otra cosa que al bien de sus dueños o de sí mismos, e igualmente crees que los gobernantes en las ciudades, los que gobiernan de verdad, tienen otro modo de pensar en relación con sus gobernados que el que tiene cualquiera en regir sus ovejas, y que examinan de día y de noche otra cosa que aquello de donde puedan sacar provecho. y tanto has adelantado acerca de lo justo y la justicia y lo injusto y la injusticia que ignoras que la justicia y lo justo es en realidad bien ajeno, conveniencia para el poderoso y gobernante y daño propio del obediente y sometido; y que la injusticia es lo contrario, y que gobierna a los que son de verdad sencillos y justos, y que los gobernados realizan lo conveniente para el que es más fuerte y, sirviéndole, hacen a este feliz, pero de ninguna manera a sí mismos. Hay que observar, candidísimo Sócrates, que al hombre justo le va peor en todas partes que al injusto. Primeramente, en las asociaciones mutuas, donde uno se junta con otro, nunca verás que, al disolverse la comunidad, el justo tenga más que el injusto, sino menos. Después, en la vida ciudadana, cuando hay algunas contribuciones, el justo con los mismos bienes contribuye más; el segundo, menos. y cuando hay que recibir, el primero sale sin nada; el segundo, con mucho. Cuando uno de los dos toma el gobierno, al justo le viene, ya que no otro castigo, el andar peor por causa del abandono en sus asuntos privados, sin aprovechar nada de lo público por ser justo, y sobre ello, el ser aborrecido de los allegados y conocidos cuando no quiera hacerles favor alguno contra justicia; con el injusto todas estas cosas se dan en sentido contrario. Me refiero, en efecto, a aquel mismo que ha poco decía, al que cuenta con poder para sacar grandes ventajas: fíjate, pues, en él si quieres apreciar cuánto más conviene a su propio interés ser injusto que justo. Y lo conocerás con la máxima facilidad si te pones en la injusticia extrema, que es la que hace más feliz al injusto y más desdichados a los que padecen la injusticia y no quieren cometerla. Ella es la tiranía que arrebata lo ajeno, sea sagrado o profano, privado o público, por dolo o por fuerza, no ya en pequeñas partes, sino en masa. Si un cualquiera es descubierto al violar particularmente alguna de estas cosas, es castigado y recibe los mayores oprobios; porque, en efecto, se llama sacrílegos, secuestradores, horadadores de muros, estafadores o ladrones a aquellos que violan la justicia en alguna de sus partes con cada uno de estos crímenes. Pero cuando alguno, además de las riquezas de los ciudadanos, los secuestra a ellos mismos y los esclaviza, en lugar de ser designado con esos nombres de oprobio, es llamado dichoso y feliz no solo por los ciudadanos, sino por todos los que conocen la completa realización de su injusticia; porque los que censuran la injusticia no la censuran por miedo a cometerla, sino a sufrirla. Así, Sócrates, la injusticia, si colma su medida, es algo más fuerte, más libre y más dominador que la justicia; y como dije desde el principio, lo justo se halla ser lo conveniente para el más fuerte, y lo injusto lo que aprovecha y conviene a uno mismo.

Texto de la República de Platón.
http://www.nueva-acropolis.es/filiales/libros/Platon-La_Republica.pdf

jueves, 24 de enero de 2013

EL PODER DIDÁCTICO DEL OBJETO O LA RELACIÓN ENTRE UNA PLANCHA, LA ILUSTRACIÓN Y LA REVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA


Todos los objetos son igualmente importantes ante los ojos de la didáctica

Aquello que confiere una cierta homogeneidad a los distintos objetos del pasado, sea cual sea su naturaleza, su estado de conservación, su singularidad, el valor del material del que están hechos o su valor simbólico, es el hecho que constituyen fuentes primarias del pasado, es decir, son testigos directos y protagonistas del acontecer histórico, de las modas y modos de otras épocas. Ello significa que son elementos de alto potencial didáctico susceptibles de ser empleados como instrumentos que desvelan y comunican conocimiento tanto a los más pequeños, como a jóvenes y adultos. El uso didáctico de los objetos se puede ejercitar tanto con piezas de museo como con otros objetos o productos que pueden hallarse incluso en las estanterías de nuestras casa o en algún lugar de nuestros desvanes, ya que, en realidad, lo que trata de hacer la didáctica del objeto es relacionar dichas piezas o objetos con conceptos, con la finalidad de establecer vínculos que hagan comprensibles y fijen dichos conceptos en la memoria.[i]

Del objeto al concepto: un ejemplo “higiénico”

Los ejemplos pueden ser múltiples y variados, pero es evidente que la indumentaria de un determinado personaje, por ejemplo, permite relacionar los objetos expuestos en la vitrina con conceptos fundamentales de la época. De esta forma, al fijar los conceptos, los objetos se transforman en elementos de referencia. Imaginemos, ahora, una plancha eléctrica antigua o bien una de carbón de finales del siglo XIX; son dos objetos que bien podrían hallarse en un museo. Ambas nos remiten al mundo de la higiene, del lavado y planchado de la ropa. Si observamos cualquiera de estos dos artefactos, en el caso de las planchas de carbón, no existían en Europa antes de principios del siglo XVIII. En realidad parece que el invento es chino y se utilizaba desde el siglo IV, pero en Europa no hubo necesidad de él hasta muchos siglos después. Si el objeto que examinamos es una vieja plancha eléctrica, hay que decir que su patente es de 1882, cuando se presentó en Nueva York el primer prototipo. Sin embargo, realmente no se empezó a utilizar hasta que se le introdujo un termostato y, sobre todo, hasta que hubo luz eléctrica en las casas, y esto no empezó a ser una realidad hasta la década de los años veinte del siglo pasado. Ambos artefactos bien pudieran estar expuestos en cualquier museo de la técnica o en un museo local. 

En todo caso, es fácil hallar una vieja plancha. ¿Con qué podemos relacionar este objeto? Creemos que con la higiene, entre otras cosas. La ropa, antes de plancharla se suele lavar. Pero, ¿cuándo ocurrió esto y por qué? ¿Cuándo surgió la idea de lavar la ropa? En realidad, la ropa se ha lavado siempre, pero cuando en Europa se transformó en una necesidad no fue hasta comienzos del siglo XVIII. Los lavaderos públicos fueron una idea ilustrada que no se ejecutó en las ciudades y pueblos hasta bien entrado el siglo XIX y, especialmente, el siglo XX. Por otra parte, el jabón, elemento importante, aun cuando no indispensable para limpiar la ropa, era conocido desde antiguo, pero su generalización entre la población no pudo ser anterior al 1790, cuando Nicolas Leblanc, un médico francés, desarrolló un proceso químico para obtener sosa cáustica, que al reaccionar con la grasa producía un excelente y barato jabón.


Por lo tanto, el jabón, el concepto de lavadero público, así como la introducción de la plancha, nos remiten al siglo XVIII, al movimiento ilustrado. Y es que no es hasta finales del siglo XVIII que no se relaciona claramente la higiene corporal con el agua. Por todo ello, las planchas difícilmente podían adoptarse antes de finales de este siglo ilustrado. Y la revolución de la higiene, que fue acompañada de la prohibición de enterrar a los muertos en el interior de las iglesias y de otras medidas de sanidad pública –como la limpieza de calles, etc.- fue lo que realmente contribuyó a eliminar las enfermedades epidémicas y, en consecuencia, al crecimiento espectacular de la población desde entonces.

En este ejemplo hemos relacionado unos objetos, tales como una plancha o un instrumento de lavandería, con la revolución higiénica y con el crecimiento demográfico. Es evidente, y a ningún docente se le escapa, que con estas relaciones se contribuye notablemente a fijar conceptos en la mente.

Nota: este artículo está relacionado con la entrada Museos: ¿mausoleos de objetos o bancos de conocimiento? http://museoseducacionyturismo.blogspot.com.es/2012/12/los-objetos-y-sus-contenedores-los.html 



[i] Véase Santacana, J; Llonch, N. (2012). Manual de didáctica del objeto en el museo. Gijón: Trea.

Ver publicación original:  http://museoseducacionyturismo.blogspot.com.es/2012/12/el-poder-didactico-del-objeto-o-la.html


viernes, 4 de enero de 2013

lunes, 20 de febrero de 2012

Fragmentos de un discurso amoroso - Roland Barthes


Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones.
Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los afectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza del teatro.
La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme. La espera de una llamada telefónica se teje así de interdicciones minúsculas, al infinito, hasta lo inconfesable: me privo de salir de la pieza, de ir al lavabo, de hablar por teléfono incluso; sufro si me telefonean; me enloquece pensar que a tal hora cercana será necesario que yo salga, arriesgándome así a perder el llamado. Todas estas diversiones que me solicitan serían momentos perdidos para la espera, impurezas de la angustia. Puesto que la angustia de la espera, en su pureza, quiere que yo me quede sentado en un sillón al alcance del teléfono, sin hacer nada.
El ser que espero no es real. El otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es un delirio.
* * *
Como Relato (Romance, Pasión), el amor es una historia que se cumple, en el sentido sagrado: es un programa que debe ser recorrido. Para mí, por el contrario, esta historia ya ha tenido lugar; porque lo que es acontecimiento es el arrebato del que he sido objeto y del que ensayo (y yerro) el después. El enamoramiento es un drama, si devolvemos a esta palabra el sentido arcaico que le dio Nietzsche: "El drama antiguo tenía grandes escenas declamatorias, lo que excluía la acción". El rapto amoroso (puro momento hipnótico) se produce antes del discurso y tras el proscenio de la conciencia: el "acontecimiento" amoroso es de orden hierático: es mi propia leyenda local, mi pequeña historia sagrada lo que yo me declamo a mí mismo, y esta declamación de un hecho consumado (coagulado, embalsamado, retirado del hacer pleno) es el discurso amoroso.
* * *
Para poder interrogar al destino es necesaria una pregunta alternativa (Me quiere / No me quiere), un objeto susceptible de una variación simple (Caerá / No caerá) y una fuerza exterior (divinidad, azar, viento) que marque uno de los polos de la variación. Planteo siempre la misma pregunta (¿seré amado?), y esta pregunta es alternativa: todo o nada; no concibe que las cosas maduren, que sean sustraídas a la oportunidad del deseo. No soy dialéctico. La dialéctica diría: la hoja no caerá, y después cae; pero entretanto habrás cambiado y no te plantearás ya la pregunta.
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Para mostrarte dónde está tu deseo basta prohibírtelo un poco. X... desea que esté allí, a su lado, pero dejándolo un poco libre: ligero, ausentándome a veces, pero quedándome no lejos: es preciso, por un lado, que esté presente como prohibido, pero también que me aleje en el momento en que, estando en formación ese deseo, amenazaría con obstruirlo. Tal sería la estructura de la pareja "realizada": un poco de prohibición, mucho de juego; señalar el deseo y después dejarlo.

* * *
Desacreditada por la opinión moderna, la sentimentalidad del amor debe ser asumida por el sujeto amoroso como una fuerte transgresión, que lo deja solo y expuesto; por una inversión de valores, es pues esta sentimentalidad lo que constituye hoy lo obsceno del amor.
(Tomaré para mí el desprecio con el que se abruma todo pathos: en otro tiempo, en nombre de la razón, hoy, en nombre de la "modernidad", que requiere un sujeto, con tal que sea "generalizado".)
Dí con un intelectual enamorado: para él, "asumir" (no reprimir) la extrema tontería, la tontería desnuda de su discurso, es la forma necesaria de lo imposible y de lo soberano: una abyección tal que ningún discurso de la transgresión puede recuperarla y que se expone sin protección al moralismo de la antimoral. De ahí que juzgue a sus contemporáneos modernos como otros tantos inocentes: lo son los que censuran la sentimentalidad amorosa en nombre de una nueva moral (Nietzche): "El sello distintivo de las almas modernas no es la mentira sino la inocencia, encarnada en el moralismo falso" . (Inversión histórica: no es ya lo sexual lo que es indecente; es lo sentimental -censurado en nombre de lo que no es, en el fondo, más que otra moral.)
El enamorado delira ("desplaza el sentimiento de los valores"), pero su delirio es tonto. El daimon de Sócrates le soplaba: no. Mi daimon es por el contrario mi tonteria: como el asno nietzscheano digo sí a todo, en el campo del amor. Me obstino, rechazo el aprendizaje, repito la misma conducta; no se me puede educar - y yo mismo no lo puedo hacer; mi discurso es continuamente irreflexivo; no sé ordenarlo, graduarlo, disponer de enfoques, las comillas; hablo siempre en primer grado; me mantengo en un delirio prudente, ajustado, discreto, domesticado, trivializado por la literatura.
Todo lo que es anacrónico es obsceno. Como divinidad (moderna), la Historia es represiva, la Historia nos prohíbe ser inactuales. Del pasado no soportamos más que la ruina, el monumento, el kitsch o el retro, que es divertido; reducimos ese pasado a su sola rúbrica. El sentimiento amoroso está pasado de moda (demodé), pero ese demodé no puede siquiera ser recuperado como espectáculo: el amor cae fuera del tiempo interesante; ningún sentido histórico, polémico, puede serle conferido; es en esto que es obsceno.
En la vida amorosa, la trama de los incidentes es de una increíble futilidad, y esta futilidad, unida a la mayor formalidad, es sin duda inconveniente. Cuando imagino seriamente suicidarme por una llamada telefónica que no llega, se produce una obscenidad tan grande como cuando, en Sado, el papa sodomiza a un pavo. Pero la obscenidad sentimental es menos extraña, y eso es lo que la hace más abyecta; nada puede superar el inconveniente de un sujeto que se hunde porque su otro adopta un aire ausente.
La carga moral decidida por la sociedad para todas las transgresiones golpea todavía más hoy la pasión que el sexo. Todo el mundo comprenderá que X... tenga "enormes problemas" con su sexualidad; pero nadie se interesará en los que Y... pueda tener con su sentimentalidad: el amor es obsceno en que precisamente pone lo sentimental en el lugar de lo sexual.
La obscenidad amorosa es extrema: nada puede concentrarla, darle el valor fuerte de una transgresión; la soledad del sujeto es tímida, carente de todo decoro: ningún Bataille le dará una escritura a ese obsceno. El texto amoroso está hecho de pequeños narcisismos, de mezquindades psicológicas; carece de grandeza: o su grandeza es la de no poder alcanzar ninguna grandeza. Es pues, el momento imposible en que lo obsceno puede verdaderamente coincidir con la afirmación, el amén, el límite grado de lo obsceno.
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La catástrofe amorosa está quizás próxima de lo que se ha llamado, en el campo psicótico, una situación extrema, que es "una situación vivida por el sujeto como algo que debe destruirlo irremediablemente"; la imagen surge de lo que pasó en Dachau. ¿No es indecente comparar la situación de un sujeto con mal de amores a la de un recluso de Dachau? Estas dos situaciones tienen, sin embargo, algo de común: son, literalmente pánicas: son situaciones sin remanente, sin retorno: me he proyectado en el otro con tal fuerza que, cuando me falta, no puedo recuperarme: estoy perdido, para siempre.
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Desde hace cien años se considera que la locura (literaria) consiste en esto: "Yo es otro": la locura es una experiencia de despersonalización. Para mí, sujeto amoroso, es todo lo contrario: es a causa de convertirme en sujeto, de no poder sustraerme a serlo, que me vuelvo loco. Yo no soy otro: es lo que compruebo con pavor.
(Cuento zen: un viejo monje está ocupado a pleno sol en desecar hongos: "¿Por qué no hace que lo hagan otros? -Otro no es yo, y yo no soy otro. Otro no puede hacer la experiencia de mi acción. Yo debo hacer la experiencia de desecar los hongos.")
Soy indefectiblemente yo mismo y es en esto en lo que radica mi estar loco: estoy loco puesto que consisto.
Es loco aquel que está limpio de todo poder. -¿Cómo? ¿Acaso el enamorado no conoce ninguna excitación de poder? El sometimiento es no obstante asunto mío: sometido, queriendo someter, experimento a mi manera la ambición de poder, la libido dominandi. Sin embargo, ahí está mi singularidad; mi libido está absolutamente encerrada: no habito ningún otro espacio que el duelo amoroso: ni un ápice de exterior, y por lo tanto ni un ápice de sentido gregario: estoy loco: no porque sea original sino porque estoy separado de toda socialidad. Si los demás hombres son siempre, en grados diversos militantes de algo, yo no soy soldado de nada, ni siquiera de mi propia locura: yo no socializo.
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La ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda -y no de quien parte: yo, siempre presente, no se constituye más que ante tú, siempre ausente.
A veces ocurre que soporto bien la ausencia. Estoy entonces "normal": me ajusto a la manera en que "todo el mundo" soporta la partida de una "persona querida"; obedezco con eficacia al adiestramiento por el cual se me ha dado muy temprano el hábito de estar separado de mi madre. Actúo como un sujeto bien destetado; sé alimentarme, mientras espero. Si se soporta bien esta ausencia, no es más que el olvido. Soy irregularmente infiel. Es la condición de mi supervivencia; si no olvidara, moriría. El enamorado que no olvida a veces, muere por exceso, fatiga y tensión de memorias.
Muy pronto desperté de este olvido. Apresuradamente, puse en su lugar una memoria, un desasosiego. En la ausencia amorosa, soy, tristemente, una imagen desapegada que se seca, se amarillea, se encoge.
¿El deseo no es siempre el mismo, esté presente o ausente el objeto? ¿El objeto no está siempre ausente? No es la misma languidez: hay dos palabras: Pothos, para el deseo del ser ausente, e Himeros, más palpitante, para el deso del ser presente.
Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor. De esta distorsión singular, nace una suerte de presente insostenible; estoy atrapado entre dos tiempos, el tiempo de la referencia y el tiempo de la alocución: has partido (de ello me quejo), estás ahí (puesto que me dirijo a tí). Sé entonces lo que es el presente, ese tiempo difícil: un mero fragmento de angustia.
La ausencia dura, me es necesario soportarla. Voy pues a manipularla: transformar la distorsión del tiempo en vaivén, producir ritmo, abrir la escena del lenguaje. La ausencia se convierte en una práctica activa, en un ajetreo (que me impide hacer cualquier otra cosa); en él se crea una ficción de múltiples funciones (dudas, reproches, deseos, melancolías). Esta escenificación lingüística aleja la muerte del otro: un momento muy breve, digamos, separa el tiempo en que el niño cree todavía a su madre ausente y aquél en que la cree ya muerta. Manipular la ausencia es aplazar este momento, retardar tanto tiempo como sea posible el instante en que el otro podría caer descarnadamente de la ausencia a la muerte.
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Mis angustias de conducta son fútiles, incesantemente cada vez más fútiles, al infinito. Es fútil lo que aparentemente no tiene, no tendrá, consecuencias. Pero para mí, sujeto amoroso, todo lo que es nuevo, lo que altera, no se recibe como si fuera un hecho sino como si fuera un signo que es necesario interpretar. Desde el punto de vista amoroso, es el signo, no el hecho, el que es consecuente (por su resonancia). Todo significa: mediante esta proposición yo me fraguo, me alto en el cálculo, me impido gozar.
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El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es "yo te deseo", y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.
(Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Existe tal voz una forma literaria de este coitus reservatus: el galanteo)
La pulsión del comentario se desplaza, sigue la vía de las sustituciones. En principio, discurro sobre la relación para el otro; pero también puede ser ante el confidente: de tú paso a él. Y después, de él paso a uno: elaboro un discurso abstracto sobre al amor, una filosofía de la cosa, que no sería pues, en suma, mas que una palabrería generalizada. Retomando desde allí el camino inverso, se podrá decir que todo propósito que tiene por objeto al amor implica fatalmente una alocución secreta.
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El ser amado es reconocido por el sujeto amoroso como "átopos", es decir como inclasificable, de una originalidad imprevisible. Es átopos el otro que amo y que me fascina. No puedo clasificarlo puesto que es precisamente el Único, la Imagen singular que ha venido milagrosamente a responder a la especificidad de mi deseo. Es la figura de mi verdad.
Frente a la originalidad brillante del otro no me siento jamás átopos, sino mas bien clasificado (como un expediente conocido). A veces, sin embargo, llego a suspender el juego de la imágenes desiguales ("¡Que no pueda yo ser tan original, tan fuerte como el otro!"); intuyo que el verdadero lugar de la originalidad no es ni el otro ni yo, sino nuestra propia relación. Es la originalidad de la relación lo que es preciso reconquistar. La mayor parte de las heridas provienen del estereotipo: estoy obligado a hacerme el enamorado, como todo el mundo: a estar celoso, abandonado, frustrado, como todo el mundo. Pero cuando la relación es original, el estereotipo es conmovido, rebasado, eliminado, y los celos, por ejemplo, no tienen ya espacio en esa relación sin lugar, sin topos, sin "plano" -sin discurso.
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La verdad es que -paradoja desorbitante- no ceso de creer que soy amado. Alucino lo que deseo. Cada herida viene menos de una duda que de una traición: porque no puede traicionar sino quien ama, no puede estar celoso sino quien cree ser amado: el otro, episódicamente, falta a su ser, que es el de amarme; he aquí el origen de mis desgracias. Un delirio, sin embargo, sólo existe si despertamos de él (no hay sino delirios retrospectivos): un día comprendo lo que me ha ocurrido: creía sufrir por no ser amado y sin embargo sufría porque creía serlo; vivía en la complicación de creerme a la vez amado y abandonado. Cualquiera que hubiese entendido mi lenguaje íntimo no habría podido menos que exclamar: pero en fin, ¿qué quiere?
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Es propio de la situación amorosa ser inmediatamente intolerable una vez que la fascinación del encuentro ha pasado. Un demonio niega el tiempo, la maduración, la dialéctica y dice a cada instante: ¡esto no puede durar! Sin embargo dura, al menos mucho tiempo. La paciencia amorosa tiene pues como punto de partida su propia negación: no procede ni de una espera, ni de un domino, ni de un ardid, ni de una temeridad: es una desgracia que no se usa, en proporción a su agudeza; una sucesión de sacudidas, la repetición (¿cómica?) del gesto por el cual yo me manifiesto que he decidido poner fin a la repetición; la paciencia de una impaciencia.
(Sentimiento razonable: todo se arregla -pero nada dura. Sentimiento amoroso: nada se arregla -y sin embargo dura)
Comprobar lo Insoportable: ese grito tiene su beneficio: manifestándome a mí mismo que es preciso salir de él, por cualquier medio que sea, instalo en mí el teatro marcial de la Decisión, de la Acción, de la Salida. La exaltación es como una ganancia secundaria de mi impaciencia; me nutro de ella, me revuelco en ella. Siempre "artista", hago de la forma misma un contenido. Imaginando una solución dolorosa (renunciar, partir, etc.), hago retumbar en mí el fantasma exaltado de la salida; una gloria de abnegación me invade y olvido enseguida lo que debería entonces sacrificar: nada menos que mi locura -que, por definición, no puede constituirse en objeto de sacrificio: ¿se ha visto a un loco "sacrificando" su locura a alguien?
Cuando la exaltación ha decaído quedo reducido a la filosofía más simple: la de la resistencia (dimensión natural de las fatigas verdaderas). Sufro sin adaptarme, persisto sin curtirme: siempre perdido, nunca desalentado.

* * *
Idea de suicidio; idea de separación; idea de retiro; idea de viaje; idea de oblación, etc; puedo imaginar muchas soluciones a la crisis amorosa y no ceso de hacerlo. Sin embargo, por más enajenado que esté, no me es difícil aprehender, a través de esas ideas recurrentes, una figura única, vacía, que es solamente la de la salida; aquello con lo que vivo, con complacencia, es el fantasma de otro papel: el papel de alguien que "se las arregla". Así se descubre, una vez más, la naturaleza lingual del sentimiento amoroso: toda solución es implacablemente remitida a su sola idea -es decir a un ser verbal-; ajustarse a la preclusión de toda salida: el discurso amoroso es en cierta forma un a puertas cerradas de las salidas.
La Idea es siempre una escena patética que imagino y de la que me conmuevo; en suma, un teatro. Imaginando una solución extrema (es decir, definitiva, definida), produzco una ficción, me convierto en artista, hago un cuadro, pinto mi salida; la Ida se ve, como el momento fecundo del drama burgués: es tan pronto una escena de adiós como una carta solemne, o bien, mucho más tarde, una despedida plena de dignidad. El arte de la catástrofe me apacigua.
Todas las soluciones que imagino son interiores al sistema amoroso: retiro, viaje, suicidio, es siempre el enamorado quien se enclaustra, se va o muerte; si se ve encerrado, ido o muerto, lo que ve es siempre un enamorado: me ordeno a mí mismo estar siempre enamorado y no estarlo más. Esta suerte de identidad del problema y de su solución define precisamente la trampa: estoy entrampado porque está fuera de mi alcance cambiar de sistema y puesto que no puedo sustituirlo por otro. Para "arreglármelas" sería necesario que yo salga del sistema -del que debo salir. Si no fuera propio de la "naturaleza" del delirio amoroso pasar, decaer solo, nadie podría ponerle fin.
* * *
Hay dos afirmaciones del amor. En primer lugar, cuando el enamorado encuentra al otro, hay afirmación inmediata (psicológicamente: deslumbramiento, entusiasmo, exaltación, proyección loca de un futuro pleno: soy devorado por el deseo, por el impulso de ser feliz): digo sí a todo (cegándome). Sigue un largo túnel: mi primer sí está carcomido de dudas, el valor amoroso es incesantemente amenazado de depreciación: es el momento de la pasión triste, la ascensión del resentimiento y de la oblación. De este túnel, sin embargo, puedo salir; puedo "superar", sin liquidar; lo que afirmé una primera vez puedo afirmarlo de nuevo sin repetirlo, puesto que entonces lo que yo afirmo es la afirmación, no su contingencia: afirmo el primer encuentro en su diferencia, quiero su regreso, no su repetición. Digo al otro (viejo o nuevo): Recomencemos.
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Estrechez de espíritu: en realidad no admito nada del otro, no comprendo nada. Todo lo que, del otro, no me concierne, me parece extraño, hostil; experimento entonces respecto de él una mezcla de pavor y de severidad: temo y repruebo al ser amado, desde el momento en que ya no "pega" con su imagen. Soy solamente "liberal": un dogmático doliente, en cierta manera.
(Industriosa, infatigable, la máquina de lenguaje resuena en mí -puesto que marcha bien- fabrica su cadena de adjetivos: cubro al otro de adjetivos, desgrano sus cualidades, su qualitas.)
A través de esos juicios variables, versátiles, subsiste una impresión penosa: veo que el otro persevera en sí mismo: es él mismo esta perseverancia con la que tropiezo. Me enloquezco al comprobar que no puedo desplazarla; haga lo que haga, por más que me prodigue para él, no renuncia nunca a su propio sistema. Experimento contradictoriamente al otro como una divinidad caprichosa, y como una cosa inveterada. O también, veo al otro en sus límites. O, en fin, me interrogo ¿hay un punto, uno solo, sobre el cual el otro podría sorprenderme? Así, curiosamente, la "libertad" del otro de "ser él mismo" la experimento como una obstinación pusilánime. Veo bien al otro como tal -veo el tal del otro-, pero en el campo del sentimiento amoroso, ese tal me es doloroso, puesto que nos separa, y puesto que una vez más, me rehúso a reconocer la división de nuestra imagen, la alterirdad del otro.
Este primer tal es malo porque dejó en secreto un adjetivo: el otro es obstinado: él revela todavía la qualitas. Es preciso que me desembarace de todo deseo de balance; es preciso que el otro devenga a mis ojos puro de toda atribución. Tú eres así, precisamente así. Tal cual es, el ser amado no recibe ya ningún sentido ni de mí mismo ni del sistema en el que está inmerso; no es ya sino un texto sin contexto; no tengo más necesidad o deseo de descrifrarlo; él es de algún modo el suplemento de su propio lugar.
Accedo entonces (fugitivamente) a un lenguaje sin adjetivos. Amo al otro no según sus cualidades (compatibilizadas) sino según su existencia; por un movimiento que ustedes bien podrían llamar místico, amo no lo que él es sino: que él es. El lenguaje del que el sujeto amoroso hace protesta entonces es un lenguaje obtuso: todo juicio es suspendido, el terror del sentido es abolido. Lo que liquido en ese movimiento, es la categoría misma del mérito.
* * *
Denominación de la unión total: es el "único y simple placer" (Aristóteles), "el gozo sin mancha y sin mezcla, la perfección de los sueños, el término de todas las promesas" (Ibn Hazm), "la magnificencia divina" (Novalis), es: la paz indivisa. O también: el colmamiento de la propiedad; sueño que gozamos el uno del otro según una apropiación absoluta; es la unión furtiva, la fruición del amor.
"A su mitad, vuelvo a pegar mi mitad." Salgo de ver un film. Un personaje evoca a Platón y el Andrógino. Se diría que todo el mundo conoce la maña de las dos mitades que buscan volverse a unir (el deseo, lo es de carecer de lo que se tiene -y de dar lo que no se tiene: cuestión de suplemento, no de complemento).
La Naturaleza, la sabiduría, el mito dicen que no hay que buscar la unión (la anfimixtión) fuera de la división de papeles, sino de los sexos: tal es la razón de la pareja. El sueño, excéntrico (escandaloso), dice la imagen contraria. En la forma dual que fantasmo, quiero que hay un punto sin otra parte, suspiro por una estructura centrada, ponderada por la consistencia del Mismo: si todo no está en dos, ¿para qué luchar? Mejor volverme a meter en el curso de lo múltiple. Basta para consumar ese todo que deseo (insiste el sueño) que uno y otro carezcamos de lugar: que podamos mágicamente sustituirnos uno al otro: que advenga el reino "uno por el otro", como si fuéramos los vocablos de una lengua nueva y extraña, en la que sería absolutamente lícito emplear una palabra por otra. Esta unión carecería de límites, no por la amplitud de su expansión, sino por la diferencia de sus permutaciones.
* * *
La saciedad es una precipitación: algo se condensa, echa raíces en mí, me fulmina. ¿Qué es lo que llena así? ¿Una totalidad? No. Algo que, partiendo de la totalidad, llega a excederla: una totalidad sin remanente, una suma sin excepción, un lugar sin nada al costado. Colmo, acumulo, pero no me detengo en el nivel de la falta: produzco un exceso, y es en este exceso que sobreviene la saciedad (el exceso es el régimen de lo Imaginario: en cuanto no estoy en el exceso me siento frustrado; para mi, justo quiere decir no suficiente): conozco finalmente ese estado: dejando tras de mí toda "satisfacción", ni ahíto ni harto, sobrepaso los límites de la saciedad y, en lugar de encontrar asco, la náusea, o incluso la embriaguez, descubro... la coincidencia. La desmesura me ha conducido a la mesura; me ajusto a la imagen, nuestras medidas son las mismas: exactitud, precisión, música; he terminado con el no suficiente. Vivo entonces la asunción definitiva de lo Imaginario, su triunfo.
Saciedades: no se las menciona - de modo que falsamente la relación amorosa parece reducirse a una larga queja. Es que si es inconsecuente hablar mal de la desdicha, en cambio, en la felicidad, parecería culpable de estragar su expresión: el yo no discurre sino herido: cuando estoy colmado o recuerdo haberlo estado el lenguaje me parece pusilánime: soy transportado fuera del lenguaje, es decir, fuera de lo mediocre, fuera de lo general.
En realidad, poco me importan mis oportunidades de ser realmente colmado. Sólo brilla, indestructible, la voluntad de saciedad. Por esta voluntad, me abandono: forma en mí la utopía de un sujeto sustraído al rechazo: soy ya ese sujeto.

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* Tomado de Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI Editores, México, 1993.
Traducción de Eduardo Molina

http://salonkritik.net/09-10/2010/01/fragmentos_de_un_discurso_amor.php#more

miércoles, 14 de diciembre de 2011

TOLMO Y SUS 40 AÑOS EN TOLEDO

El que conozca la Galería Tolmo de Toledo, sabrá que no es una galería de arte al uso, sabrá también cual ha sido su trayectoria y por supuesto sabrá las idas y venidas, las incorporaciones y las bajas, y también las equivocaciones, que en algún momento fueron más protagonistas que los aciertos, pero todos los que hemos convivido con este espacio y sus actividades, sabemos que siempre fue, es y será un proyecto producto del amor y el tesón de unas cuantas personas con la única pretensión de aportar "algo" a una ciudad en la que todos los brotes de contemporaneidad con lo que se hace en el resto del mundo, no pasaron de ser solo brotes. Aún así, se agradecieron muchísimo. 


Desde este punto de vista tan obligadamente satisfecho, solo podemos dar las gracias a la Galería Tolmo por existir 40 años. Todos los que conocemos un poco el mundo del arte en España sabemos que es algo ÉPICO.